Entre los postulados que propuso el Consenso de Washington (lindo nombre para un acuerdo de pocos) allá por fines de los años 80, destacaban como las más importantes el achicamiento del estado y las privatizaciones. El mundo (o deberíamos decir los dirigentes del tercer mundo), desarmado tras la caída del bloque soviético y en el medio de un proceso inflacionario (rércord del precio del petróleo en la I Guerra de Irak), aceptó sin objeciones las recetas neoliberales.
Una de las consecuencias de semejante dogma fue la eliminación de planes de asistencia universales y su sustitución por planes focalizados. A partir de allí los estados conratarían empresas que serían las encargadas de proveer tanto la infraestructura como la logística de la asistencia. Así el deber del estado pasó a ser el negocio de una empresa.
Estas multinacionales del hambre empezaron a cobrar cifras millonarias por la aplicación de las políticas de bienestar. Cifras que disminuyen hasta el mínimo en el último eslabón de la cadena y que generan inmensas ganancias a sus propietarios, quienes ofrecen una solución "nutritiva" y "racional" para el problema de la pobreza, convenciendo a estados ingenuos o cómplices.
Visitando hace poco una escuela rural, sus directivos nos comentaban del ingreso de una de estas empresas como proveedores de las comidas de los niños internados. La queja provenía que según las raciones que la empresa sugería, los alumnos se quedaban con sensación de hambre (nos comentaban que les tenían que dar 7 galletitas en el desayuno), lo cual atentaba contra el proceso de aprendizaje.
Esta empresa cobró cerca de 200 millones de pesos por la implementación de los planes y figura como que sacó del país 5 millones de dólares.
Cuando el hambre es un negocio sólo podemos esperar que se cumplan las palabras de San Mateo: "aquellos que tengan, les será dado en abundancia; aquellos que no tengan les será quitado hasta lo que no poseen"
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