Tiempo de reactivar las clases de economía doméstica
HELEN ZOE VEIT
A nadie le gusta la materia de economía doméstica. Para muchos, la frase evoca comida desabrida, mala costura y moralina ñoña.
No obstante, economía doméstica es más que la maestra de los 50s usando lentes de ojo de gato mientras muestra a sus estudiantes mujeres cómo preparar una salsa blanca. Reactivar el programa, y sus premisas originales — que producir comida buena y nutritiva es sumamente importante, que lleva tiempo y práctica, y que puede y debe enseñarse en el sistema de educación público— hoy podría ayudarnos a combatir la obesidad y las enfermedades crónicas asociadas.
El movimiento de economía doméstica se fundó en la creencia de que el trabajo doméstico y la preparación de alimentos eran asuntos importantes que debían ser estudiados científicamente. Las primeras clases tuvieron lugar en las universidades agrícolas y técnicas construidas con fondos de tierras federales en los 1860s. A comienzos del siglo XX, y cada vez más después del paso a legislación federal, como con la ley Smith-Hughes de 1917 que proveyó apoyo para la capacitación de docentes en economía doméstica, empezó a haber clases en escuelas primarias, medias y secundarias a lo largo y ancho del país. Cuando muchas universidades excluían a las mujeres de distintos departamentos, economía doméstica servía como la puerta trasera a la educación superior. Una vez allí, las mujeres trabajaron duro para demostrar que la “ciencia de lo doméstico" era de hecho una disciplina científica, conectada a la química, la biología y la bacteriología.
De hecho, temprano en el siglo XX, la economía doméstica era una disciplina seria. Cuando apenas unos pocos habían entendido la teoría del germen, y casi nadie había escuchado hablar de vitaminas, las clases de economía doméstica ofrecían información esencial sobre la importancia de lavarse las manos regularmente, comer frutas y verduras, y no dar de beber café a bebés, entre otros temas.
De cualquier manera, los principios básicos de la disciplina sobre salud e higiene se hicieron populares, tanto es así que parecen ser sentido común. Como resultado, sus tempranos defensores terminaron apareciendo como viejas solteronas exponiendo obviedades en vez de mostrarse como innovadoras y científicas, lo que muchas de ellas realmente eran. Cada vez más, el afán de las economistas tendió a ofrecer consejo en todo, desde el comer hasta el dormir, de una manera desmesurada.
Hoy día recordamos solo los estereotipos de la economía doméstica y olvidamos los aprendizajes cruciales sobre alimentación saludable y cocina del movimiento.
Muchísimos estadounidenses simplemente no saben cómo cocinar. Nuestras dietas, consistentes en alimentos ultra procesados hechos más baratos afuera de los hogares gracias al maíz y sojas subsidiados, han contribuido a una gigantesca crisis de la salud. Más de la mitad de todos los adultos y más de un tercio de todos los niños son obesos o tienen sobrepeso. Enfermedades crónicas asociadas con el aumento de peso, como cardiopatías y diabetes están paralizando a más y más estadounidenses.
En la última década, muchas ciudades y estados han intentado — y generalmente fallado en — subir los impuestos a la comida chatarra o prohibir el uso de beneficios sociales [food stamps] para comprar gaseosas. Claramente, muchas personas desconfían de cualquier decisión gubernamental que promueva alimentación saludable; la campaña de Michelle Obama contra la obesidad infantil ha inspirado el pánico de la derecha sobre una política alimentaria secreta.
¿Y qué tal si el gobierno pusiera las herramientas para prevenir la obesidad en las manos de los mismos niños, enseñándoles cómo cocinar?
Mi primera idea sobre economía doméstica, como una niña en séptimo grado en Carolina del Norte en una escuela pública hace dos décadas atrás, fue desalentadora. La cocina más sofisticada a la que accedimos fue abrir una lata de masa de galletitas pre-hecha, presionar con nuestros pulgares en el centro de cada galletita cruda para hacer un agujero, y luego llevárselas a la maestra que las frió en grasa para hacer donas.
Las clases de cocina para niños en escuelas públicas no tienen que estar tan vacías de contenido ni ser tan cínicas respecto a las capacidades de los niños para cocinar y disfrutar de la comida de buena calidad.
Un año más tarde, el trabajo de mi padre nos llevó a la familia a vivir a Gales, donde en una ciudad industrial tamaño medio fui a una escuela grande por un par de meses. Ahí, los estudiantes llevaban los ingredientes de la casa y aprendían a seguir recetas, algunas simples y otras no tanto, y finalmente a hacer sopas de verduras y pasteles de carne y papa, todo de cero. Fue la primera vez que realmente cociné algo. Recuerdo que fue divertido, y con un instructor al lado, no era difícil. Fueron clases profundamente empoderadoras, me quedaron grabadas cuando empecé a cocinar para mí en serio, después de terminar la universidad.
En el medio de la contratación de los presupuestos escolares y el curriculum basado en exámenes, la idea de reactivar las clases de economía doméstica como parte de una ofensiva amplia contra la obesidad podría sonar descabellado. Pero enseñar a cocinar — cocina real— en escuelas públicas podría ayudar a direccionar problemas a los que los estadounidenses se están enfrentando hoy día. La historia de las clases de economía doméstica muestra que es posible.
Helen Zoe Veit, profesora adjunta de historia en la Universidad del estado de Michigan. Es la autora del Nuevo libro Victoria sobre nosotros mismos: Alimentos estadounidenses en la era de la gran guerra [“Victory Over Ourselves: American Food in the Era of the Great War.”]
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